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El mundo ansioso en el que habitamos

Hay épocas en las que pareciera que el pulso del mundo se acelera más de la cuenta. Hoy vivimos una de ellas. Jonathan Haidt lo llama “la sociedad ansiosa”: un entorno en el que los niveles de estrés, miedo y fragilidad emocional parecen expandirse como si fueran contagiosos. Y lo cierto es que, cuando uno mira alrededor —en la forma en que conversamos, nos relacionamos o incluso nos exponemos a la opinión pública— es difícil no reconocer que hay algo de cierto en esa descripción.


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Hay noches en que no puedo dormir. Me quedo mirando el techo, repasando conversaciones que no importan, preocupaciones que no llevan a ningún lado y escenarios catastróficos que probablemente nunca ocurran. En esas madrugadas me descubro dándole vueltas a lo mismo: ¿por qué vivimos tan acelerados, tan angustiados, tan atrapados en la idea de que algo malo está a punto de pasar?


Jonathan Haidt lo llama la sociedad ansiosa, y yo no puedo dejar de pensar que tiene razón. Porque la ansiedad ya no es solo mía ni tuya: está en el aire. Es ese miedo silencioso que compartimos sin decirlo. Todos tenemos nuestras pequeñas locuras, esos momentos en los que la cabeza se nos va, pero casi nunca lo admitimos ni siquiera con nosotros mismos. Jugamos a la normalidad mientras adentro se desborda todo.


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Pienso también en Yuval Noah Harari, cuando habla de cómo las historias que nos contamos moldean el mundo. Antes había relatos grandes, sólidos, que al menos nos daban cierta dirección. Hoy lo que tenemos son miles de voces compitiendo en nuestras pantallas, cada una diciendo que tiene la verdad. No es raro que estemos confundidos. Nos falta silencio, nos falta ancla.


La ansiedad, entonces, no es solo una enfermedad moderna: es casi el precio de habitar este presente. Es la consecuencia de querer estar en todas partes, entenderlo todo, reaccionar a todo. Y claro, nadie puede sostener eso sin quebrarse un poco por dentro.

Tal vez la única salida sea atrevernos a reconocerlo.


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Admitir que todos nos volvemos locos a ratos, que el insomnio nos visita, que la mente nos juega malas pasadas. Y que no pasa nada. Porque en ese reconocimiento —en decirnos la verdad sin máscaras— está la posibilidad de empezar a sanar.


Lo interesante es que Haidt no habla solo de emociones individuales, sino de un clima colectivo: la ansiedad como atmósfera. Una sociedad donde cada error, cada diferencia de opinión o cada tropiezo puede amplificarse hasta el extremo. Y esa misma atmósfera, paradójicamente, nos va debilitando. No porque el ser humano sea más frágil que antes, sino porque nunca había tenido tantos estímulos, comparaciones y juicios externos al alcance de un clic.


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Aquí es donde la mirada de Yuval Noah Harari complementa la reflexión. Harari insiste en que las historias que contamos como humanidad —mitos, ideologías, narrativas compartidas— son lo que construye nuestra realidad social. Si antes esas historias eran más estables (la religión, la nación, la tradición), hoy parecen fragmentarse en miles de microrelatos que compiten por nuestra atención en redes, en la política y en la vida cotidiana.


El resultado: una sensación de incertidumbre constante. Un mundo que parece demasiado rápido para entenderlo, demasiado volátil para confiar en él. No es casualidad que la ansiedad florezca aquí.


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La pregunta es: ¿qué hacemos con esto? Harari diría que debemos aprender a contar nuevas historias que nos permitan convivir, darle un sentido común a tanta dispersión. Haidt, en cambio, nos invita a revisar cómo educamos, cómo criamos, cómo nos enfrentamos al error y al desacuerdo, porque tal vez ahí se está incubando parte de nuestra fragilidad colectiva.


Quizá el desafío de nuestra generación sea justo ese: reaprender a respirar en medio de la tormenta informativa, a construir narrativas más sólidas y a no perder de vista que, al final, la ansiedad también es un síntoma de que nos importa el mundo en que vivimos.


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